William llegó aquella mañana muy acelerado. Robert y Marie
estaban sentados en la mesa del jardín desayunando té con delicias turcas,
tostadas y mermelada de frambuesa. Al verlo se levantaron para saludarlo pero
él se sentó y se sirvió una taza de té negro, sudando y sin respiración.
-El populacho ha tomado las calles, han quemado las oficinas de reclutamiento, telégrafos
y algunas casas del centro. ¡Como esa chusma se dirija hacia la parte alta, nos matarán a todos!
-William, tranquilo, esos salvajes no pasaran de la calle Darrow. Tenemos que
confiar en la policía que son los que protegen la ley -Marie dio un sorbo a su
té frío con limón, con refinada dulzura-. Además si el ejército de la Unión está
en los muelles, no hay que preocuparse.
-¡Malditos inmigrantes! Y esos monos negros son aún peores,
con sus costumbres tan arcaicas, tocando esos tambores en los muelles, no dejan
dormir a nadie. La esclavitud es necesaria para nuestro país. Mirad a los
amarillos, ellos obedecen sin rechistar, aunque claro a saber lo que pasa por
la cabeza de esas ratas.
-Robert, cariño, estás muy callado –dijo Marie-. ¿Y tú, qué
opinas?
Robert fumaba de su vieja pipa, estaba serio y pensativo. Se
levantó, se puso su sombrero de copa y miró su reloj de bolsillo. En su rostro
algo había cambiado durante la mañana.
-Qué queréis que os diga, ya sé vuestra opinión. Y aunque os
dijera lo que pienso, vuestros diminutos cerebros no lo comprenderían. Vosotros
los que os hacéis llamar americanos de raza, solamente porque sois más ricos, tenéis
en las venas más sangre irlandesa, francesa e italiana que cualquier otro –estaba
enfurecido, cabreado, piel roja, verde irlandés-. ¡América se fundó en las
calles! Entiendo que se enfurezcan, los quieren reclutar para una guerra que está
a más de cuatro mil millas. Solamente te puedes salvar de ese reclutamiento masivo
si tienes trescientos dólares, ¿y quien hoy en día tiene trescientos dólares? Además
todos los reclutados están siendo nuevos americanos. Bajan de un barco para
subirse a otro, mientras ven los ataúdes, amontonándose en los muelles, de
soldados muertos. Una guerra inútil de hermano contra hermano. La civilización
se viene abajo…
Robert cogió su bastón de madera vieja y le metió una patada
a la mesita del té, tan fuerte que el limón acabó en la cara de William. Marie,
con su precioso vestido de seda blanca, quedó empapada de té negro.
-¡Necesitamos un nuevo testamento, un mundo nuevo! No se
puede comprar a la mitad de los pobres para matar a la otra mitad. Así que quedaos
aquí con vuestras lujosas vestiduras y vuestros suculentos desayunos. Yo me voy
al centro. La auténtica batalla no está en los estados del sur, sino aquí, en
las calles de Nueva York.
Salió de casa diciendo la última palabra, nunca más se le
volvió a ver. Algunos dijeron que murió en los disturbios, mi madre me dijo que
volvió a la vieja Europa. Lo que sí se sabe es que en aquella semana se rebelaron
cincuenta mil personas, en la ciudad de Nueva York, en protesta por el anuncio del Presidente Abraham Lincoln, de
reclutar tropas para luchar en la Guerra Civil Americana. El ejército
entró en la ciudad aplacando al pueblo, sin piedad, decenas, cientos, miles de
muertos. Luego vino la cólera y se llevó a otros tantos. Amigos o enemigos,
ahora ya da igual. Mi padre me dijo que todos nacemos de la sangre y el
sufrimiento. Y lo mismo podía decirse de nuestra gran ciudad.
Daniel Ferrer